martes, 9 de febrero de 2010

Camas y animalitos

Sueño que estoy en un hospital donde están filmando un documental. El lugar se parece a los baños del Hotel Faena, mucho mármol, mucha ostentación. Una habitación a continuación de la otra, sin paredes ni puertas, apenas columnas que delimitan los espacios, muy abiertos.

Terminan de filmar a mi abuelo. Me acerco a su cama. Lo veo como tantas veces en tantas camas de hospitales, la sábana doblada sobre la colcha, despeinado, venido a menos, pero limpio. Su cabeza con los pocos pelos blancos, sus manos arrugadas y grandes que a mí todavía, a pesar de todo, me parecen fuertes. Lo saludo pero no me contesta. No sé si no me reconoce o no puede hablar. Me acuesto en su cama. Me gusta estar con él aunque no me hable, aunque no sepa si me reconoce.

Paso a otra de las habitaciones sin paredes de este hospital y llego a la cama de mi abuela Argentina. La encuentro despierta. Me saluda normalmente, como si no estuviera internada, como si no le pasara nada, pero es evidente que no se puede levantar y hasta pareciera que no se puede mover. Me sorprendo de encontrarla conciente, más: charlatana. "Si hubiera sabido te habría venido a ver antes", le digo. No hubiera dejado pasar cuatro años*. "A partir de ahora voy a venir dos o tres veces por semana", prometo.

Me cuenta que estuvo reuniéndose con los evangélicos, me imagino que habrán ido a visitarla. También me pide un animalito que le haga compañía.

Como hice con mi abuelo, antes de despedirme me acuesto un rato en su cama. La despedida no es nada triste, sé que la voy a volver a ver pronto.

Salgo de ahí y voy a la casa de unos amigos, entre ellos Sol, la hermana de Luli, mi amiga de la primaria, que era nuestra mascota cuando nosotras éramos chicas y ella, más chiquita todavía. Les cuento que estoy buscando un animalito para mi abuela pero no un gato, porque los gatos no le gustan. Me dicen que tienen unos cachorros muy especiales para dar. El animalito en cuestión, al que jamás nos referimos de otra manera, es mamífero, de piel parecida a la de los gatos egipcios, pero con una cara muy graciosa y expresiva, casi sonriente, y los dientes grandes y cuadrados de Totoro. Muerde, pero jugando, porque es cachorro, y no duele demasiado. Lo levanto por las axilas y me lo llevo, decidida a volver ya mismo al hospital para regalárselo a la abuela. Pero ya no puedo llegar, me pierdo, aparezco en un puente que cruza el Riachuelo y en el que hay una feria artesanal, es de noche y la luz de los faroles es intensamente naranja. Sigo con el animalito a cuestas, agarrado de las axilas. Por momentos me muerde y ya no me cae tan simpático.

* Los que lleva en el otro mundo.

No hay comentarios: