martes, 4 de septiembre de 2018

Quince

Quince meses tenía yo cuando ustedes saben.

Quince meses tiene Nora.

Hace poco que aprendió a caminar y ahora quiere caminar todo el tiempo. Ya no quiere subir la escalera gateando, ya no gatea más excepto cuando yo vuelvo y quiere correr hacia mí. Me sigue resultando insólito ser la persona preferida de una beba, de un niño, pero aprendí que es así, soy la mamá y eso es lo que los hijos sienten por las madres.

Dice mamá, papá, gol, agua, de nada, sopla cuando le decís que algo está caliente, sabe negar con la cabeza y con el dedito índice mientras chasquea la lengua, tararea, choca los cinco, tira besos que deposita no en la palma sino en el dorso de la mano, ama los zapatillos y el morrón, llora cuando el hermano y el padre se van en bici al jardín. Anoche se subió a una silla para bailar un tema de Michael Jackson.

¿Se reirían ellos conmigo? Este año, esta fecha, los quince meses de Nora, en esta ocasión retraumatizannnte, se me ocurre esta obviedad: que los días de Paty y Jose en ese entonces debían ser desoladores. ¿Cómo se sostiene un estado de alerta tan prolongado? ¿Con qué cuerpo? Lo pregunto mientras se me compacta la espalda por una contractura. Hay teorías un poco mágicas sobre cómo los hijos reviven situaciones de los padres, en especial si son secretas, si no se las puede nombrar. Como siempre me pasa, me gustaría ser menos obvia, o por lo menos tener el tiempo para ficcionalizar las cosas y hacerlas más sutiles, pero no lo tengo, así que antes de la contractura tuve una mastitis.

Otra cosa muy divertida que se me ocurrió este año para esta efeméride del horror: más que miedo a quedarse sola conmigo, Paty debía tener terror de que Jose no volviera. Cuando estoy sola con la beba y miro el reloj a cada rato, ¿temo por nosotras o por Jota?

Ayer Jota me mandó a ver una película de llorar. Me encerré con Infancia clandestina y estuve muy cerca de lograrlo en la escena donde Nati Oreiro canta.

Send lágrimas.




lunes, 19 de febrero de 2018

La declaración de Marcelo

Lo acompañé a declarar. Había algo raro en él, en su forma de hablar o de pararse, y de eso raro era más consciente todavía delante de otros. Era estrábico: a los tres años, un rayo de bicicleta le entró en el ojo. En su casa había una foto de él antes del accidente y era precioso y parecía otro, un Marcelo que en una dimensión paralela seguió creciendo con el ojo normal. Estaba convencido de ser un cheto de Olivos pero no lo era. Se llamaba Moreyra y su papá, entrerriano, hacía corretaje de plásticos. Los domingos de verano en la casa de la Francisca transcurrían para mí dentro de las muchas palanganas y fuentones que More, el padre, atesoraba en un galpón en el patio. Se notaba que hacía esfuerzo para superar lo del ojo, pero estoy segura de que al Marcelo de la otra dimensión le falta una nota de resentimiento que tiene el mío. Era consultor de marketing pero Argentina decía que no tenía nunca trabajo y el hecho de que luego del divorcio volviera a vivir con la Peti parecía darle la razón. Se le notaba el esfuerzo por aparentar un éxito profesional que no tenía. Después se enfermó. Artritis reumatoidea. Hay días que no me puedo mover, me dijo cuando nos reencontramos justo antes de mi viaje a Alemania. Lo contaba como una curiosidad, no como algo destinado a dar pena. Este otro Marcelo que conocí, tan distinto del de mi infancia, era todavía más raro que el pseudo cheto simpatizante de la Ucedé que tenía una estatuita caricaturesca de Álvaro Alsogaray con sus dedos en L. El Marcelo final tenía algo rígido en el cuerpo, difícil de localizar, algo que hacía que las palabras salieran de su boca como mordidas. Para peor, hablaba con una ironía sin gracia que podía llegar a ser agresiva. Así declaró. Un poco como burlándose del hecho terrible de que era la primera vez que la Justicia lo escuchaba contar cómo los milicos tocaron a su puerta en una noche de primavera de 1978 en la que se estaba preparando para salir a bailar con dos amigos. La primera vez, dijo, había sido en una comisaría, porque en esa época la policía instruía las causas, la misma policía que liberó el área para la actuación de los milicos: fue más un interrogatorio que otra cosa, dijo con ese asomo de sonrisa tan raro y la voz como tirada para atrás con fuerza. Fumaba. Fumaba mucho. Argentina le llevaba siempre dos paquetes de Parissiens de regalo, creo que le gustaba comprárselos porque eran los que fumaba Jose. Con evidentes ganas de fumar contó por primera vez el operativo. Cuando empezó a enumerar los autos y camiones, los soldados apostados hasta en el muro del cementerio, enfrente, a Paty en un auto, ¡a Jose en un camión!, dudé, lo confieso. Siempre había imaginado un operativo más discreto, dos autos y ya, algo más acorde al fade out de las desapariciones que se verifica por esos años. El relato de Marcelo era inverosímil. Todo entró en una bruma. Ya no sabía qué era cierto y qué no, no entendía por qué agrandaba todo, si estaba mal de la cabeza o qué, si había alguna patología psiquiátrica que explicara eso raro en él, porque sencillamente no podían ser reales tantos milicos, tantos vehículos. Hundidos en la bruma empezamos después a pasar las páginas del libro de fotos, sin nombres. Marcelo había hablado de un colorado que parecía a cargo de esa parte del operativo y que estaba visiblemente nervioso. Y en ese libro de retratos fotocopiados, en blanco y negro, Marcelo señaló la foto sin nombre de Vázquez Sarmiento y dijo: éste es el que estaba nervioso, el colorado. La bruma se disipa en un instante, el aire se vuelve frío y cristalino, se abre paso el rayo de la Verdad, porque Vázquez Sarmiento es el Colo. Y entonces todo cae de nuevo en una bruma, pero una bruma distinta, la bruma espesa de saber que todo lo que cuenta Marcelo es cierto, que de verdad estuve metida en semejante operativo militar, todos esos autos y colimbas y armas largas para secuestrar a dos hombres que no se resistieron, a una embarazada y a una beba. No puede ser pero lo es, Marcelo reconoce a un pelirrojo en una fotocopia, se acuerda de todo, guardó todos estos años una foto mental de ese momento que no puede haber durado más de cinco minutos pero que desde entonces sucede sin pausa, para él y para mí.  

jueves, 1 de febrero de 2018

Marcelo

El 17 de enero se murió mi primo Marcelo. 

El que no dudó en reconocerme como la hija de su primo cuando la patota de la RIBA se presentó en su casa con una niña en un moisés. En 2016, cuando se juzgó a Graffigna, Trillo y Gómez por el secuestro de mis padres, me sorprendió del testimonio de Marcelo la magnitud del operativo: autos particulares, camiones, colimbas apostados en los muros. Él los vio, a unos y a otros, al todavía prófugo Vázquez Sarmiento, a Gómez, a uno que se parecía al actor Rubén Green y que todavía no pudimos identificar, y también a Patricia y a José.

Al recibirme y hacerse cargo de entregarme a mis abuelos, me salvó la vida, aún a riesgo de la suya. ¿Cuántos de nosotros admitiríamos ser familia de un "delincuente subversivo" ante semejante despliegue de las fuerzas de seguridad?

Marcelo tenía 17 años y esa noche estaba preparándose para ir a bailar.

No estábamos de acuerdo en casi nada. Él había sido de la Ucedé y seguramente apoyaba al gobierno actual, no sé, hacía tiempo que por el bien de nuestra relación no leía sus posteos en redes sociales. Pero nuestras diferencias políticas no importaban. Nos queríamos. Así, como en la foto, lo quise. De su mano conocí los vinilos y los barriletes. Solía sentarme en sus hombros, eran los únicos hombros en los que podía sentarme. Hasta que en un cumpleaños sentenciamos que ya estaba demasiado grande, entonces me alzó por última vez y nos sacamos esta foto.



Fue más difícil encontrarnos de adultos. Pero no importaba. Sabíamos del cariño aunque nos costara hallar tema de conversación cuando estábamos juntos. En Año Nuevo nos saludamos. No puede ser que no conozcas a Norita, le dije, quiero que vengas a casa. Dale, arreglamos, me contestó él. No me contó que se tenía que operar del pie, no era de quejarse y seguramente habrá pensado que era algo menor. Se murió después de la operación.

Ese día yo estaba leyendo Chicos de Varsovia, el libro de mi amiga Ana Wajszczuk. Y pensé en los polacos católicos que salvaron niños judíos. Algunos de ellos eran de derecha, profundamente nacionalistas, y no querían a los judíos en Polonia, pero la matanza de niños les pareció demasiado e hicieron lo que tenían que hacer, a riesgo de sus propias vidas.

Marcelo fue mi polaco católico, pensé.

En el cementerio oí que dos amigas suyas hablaban de mí. Muy bajito, una dijo: "él la salvó". Jamás lo escuché jactarse de eso. Ni en el juicio, ni nunca. Yo se lo decía los últimos años, se lo decía cada vez, cuando se acababa la charla casual y no sabía de qué hablar, se lo decía. Me alivió enterarme de que a pesar de su modestia, él también lo sabía.

Marcelo Rubén Moreyra, mi polaco católico personal, tu nombre estará por siempre inscripto entre los justos de mi nación imaginaria.