En el departamento 1 vivían tres viejos. Dos hermanas y un marido. Coca y Porota ellas, algo como Pancho él. Coca tenía un nombre normal pero Porota se llamaba Menester. Contaba, todavía muy apenada, que su padre había querido inscribirla como María Ester, pero el empleado del registro civil no lo escuchó bien o tenía un humor muy particular, y anotó Menester. Menester Martínez. Siempre le dijeron Porota. Porota era la esposa de Pancho. Ellos eran los que estaban peor. Casi no caminaban. Pancho además no oía bien. Coca, en cambio, podía cruzar a comprar pan o alguna otra cosa mínima. Nadie los visitaba. Coca era soltera, pero Porota y Pancho tenían algún hijo o hija.
En el 1 todo tenía una pátina grasienta de polvo asentado y había olor a pis. Con la abuela fuimos una sola vez en plan visita. La abuela no los quería. La abuela no quería de verdad casi a nadie, pero en general se sentía obligada a amar al prójimo; con ellos no le pasaba. Su patio lindaba con el nuestro, los dos en el fondo de un pozo de aire y luz que no ofrecía ni lo uno ni lo otro. Nuestro patio estaba más elevado. Si me paraba junto al murito que dividía los dos patios, veía la puerta de vidrio a la cocina del departamento 1 y una ventana a una habitación. Nunca había nadie en la cocina y casi nunca estaba levantaba la persiana de esa habitación que creo que era la de Porota y Pancho. Pero esa inmediatez para acceder a la intimidad de los vecinos me mantenía alejada del murito. El patio, que ya era pequeño, pasaba a ser diminuto.
Yo jugaba a hacer rebotar una pelota de tenis contra la medianera. A veces la pelota se me escapaba y terminaba entre las plantas escuálidas que sobrevivían estiradas contra el murito gracias a que mi abuela las regaba desde nuestro patio. Mi abuela quería más a las plantas que a la gente. Cuando se me escapaba la pelota, tenía que saltar de mi patio al de ellos, bajar por una pileta, golpear la puerta de vidrio de la cocina y esperar que me abrieran para volver a casa por adentro. No recuerdo por qué pero ni trepaba de vuelta de su patio al nuestro ni tampoco tocaba el timbre para entrar a buscar la pelota. Tal vez me habían pedido que no tocara el timbre para no despertar a alguno de ellos de la siesta.
Contra todo pronóstico, la primera que se rompió la cadera fue Coca. Mientras estaba internada algo le pasó a Pancho y se murió o también lo internaron. Aparecieron los hijos y se llevaron a Porota y muy pronto el departamento se vendió. El edificio ya no valía nada, pero el departamento no dejaba de ser un tres ambientes con ventanas a la calle en Colegiales, Belgrano o Palermo, según cada quien.
El nuevo propietario se llamaba Santiago. Era joven, morocho, ni lindo ni feo, un poco petiso. Trabajaba como productor o en publicidad, alguna ocupación así, moderna. Trabajaba mucho, salía a media mañana y volvía tarde a la noche. A veces traía alguna novia, pero vivía solo. Nunca se lo escuchaba, nunca se peleaba con ningún vecino ni generaba ningún tipo de problema.
La abuela tenía predilección por él. Le encantaba hacerle favores. Pagarle las expensas (porque él nunca estaba a la hora en que pasaba a cobrar el tipo de la administración), recibirle algún sobre o paquete y creo que también alguna vez le debe haber hecho algo de comer. La abuela decía: a mí me gusta estar entre la gente joven. Santiago la tuteaba y era al mismo tiempo afectuoso y distante con ella, como si le dedicara un tipo de afecto profesional. Conmigo era correcto pero prescindente. Nunca entré al departamento mientras vivió Santiago. Cuando me fui de casa, él seguía ahí. Supe que después se mudó, me parece que con alguna chica.
En el 1 todo tenía una pátina grasienta de polvo asentado y había olor a pis. Con la abuela fuimos una sola vez en plan visita. La abuela no los quería. La abuela no quería de verdad casi a nadie, pero en general se sentía obligada a amar al prójimo; con ellos no le pasaba. Su patio lindaba con el nuestro, los dos en el fondo de un pozo de aire y luz que no ofrecía ni lo uno ni lo otro. Nuestro patio estaba más elevado. Si me paraba junto al murito que dividía los dos patios, veía la puerta de vidrio a la cocina del departamento 1 y una ventana a una habitación. Nunca había nadie en la cocina y casi nunca estaba levantaba la persiana de esa habitación que creo que era la de Porota y Pancho. Pero esa inmediatez para acceder a la intimidad de los vecinos me mantenía alejada del murito. El patio, que ya era pequeño, pasaba a ser diminuto.
Yo jugaba a hacer rebotar una pelota de tenis contra la medianera. A veces la pelota se me escapaba y terminaba entre las plantas escuálidas que sobrevivían estiradas contra el murito gracias a que mi abuela las regaba desde nuestro patio. Mi abuela quería más a las plantas que a la gente. Cuando se me escapaba la pelota, tenía que saltar de mi patio al de ellos, bajar por una pileta, golpear la puerta de vidrio de la cocina y esperar que me abrieran para volver a casa por adentro. No recuerdo por qué pero ni trepaba de vuelta de su patio al nuestro ni tampoco tocaba el timbre para entrar a buscar la pelota. Tal vez me habían pedido que no tocara el timbre para no despertar a alguno de ellos de la siesta.
Contra todo pronóstico, la primera que se rompió la cadera fue Coca. Mientras estaba internada algo le pasó a Pancho y se murió o también lo internaron. Aparecieron los hijos y se llevaron a Porota y muy pronto el departamento se vendió. El edificio ya no valía nada, pero el departamento no dejaba de ser un tres ambientes con ventanas a la calle en Colegiales, Belgrano o Palermo, según cada quien.
El nuevo propietario se llamaba Santiago. Era joven, morocho, ni lindo ni feo, un poco petiso. Trabajaba como productor o en publicidad, alguna ocupación así, moderna. Trabajaba mucho, salía a media mañana y volvía tarde a la noche. A veces traía alguna novia, pero vivía solo. Nunca se lo escuchaba, nunca se peleaba con ningún vecino ni generaba ningún tipo de problema.
La abuela tenía predilección por él. Le encantaba hacerle favores. Pagarle las expensas (porque él nunca estaba a la hora en que pasaba a cobrar el tipo de la administración), recibirle algún sobre o paquete y creo que también alguna vez le debe haber hecho algo de comer. La abuela decía: a mí me gusta estar entre la gente joven. Santiago la tuteaba y era al mismo tiempo afectuoso y distante con ella, como si le dedicara un tipo de afecto profesional. Conmigo era correcto pero prescindente. Nunca entré al departamento mientras vivió Santiago. Cuando me fui de casa, él seguía ahí. Supe que después se mudó, me parece que con alguna chica.
4 comentarios:
entro a un blog después de una era. qué bueno que vuelvan las cosas que no son vintage. qué bien escribís. Julián de La Paternal.
te leo en papel, me enteré de casualidad y ahora por acá. Me gusta las visiones a través de los lentes rosas, me los imagino con purpurina muy pop! je Estoy padeciendo una tesis, va dos... (la picadora de carne del sistema de becas). Te diría que sos como un recreo, ja! Que no se corte! ;)
Bienvenida! Te estábamos esperando!
¡Gracias! Acabo de descubrir todos los comentarios juntos y estoy como emocionada.
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